Es difícil conocer el impacto sobre el cerebro que tiene, a largo plazo, la exposición a las pantallas, pero los últimos estudios indican que, utilizadas correctamente, pueden ser un poderoso estímulo del aprendizaje.
Los diminutos dedos de Jessica sobrevuelan el iPad, pasando de foto en foto camino a un vídeo particularmente entretenido: un clip de doce segundos en el que ella misma baila torpemente al ritmo del Single Ladies de Beyoncé. Al darle al play, esta niña de año y medio emite un gritito de alegría.
Un par de visionados más tarde regresa a la página de inicio y lanza el app de YouTube, para ver un colorido episodio de animación de Billy Bam Bam. A mitad de episodio, salta a un juego de «Yo Gabba Gabba!» , en el que ha de despejar el paso de unos frutos antropomórficos hacia el vientre de un personaje. Cuando Sandy, la madre de Jessica, intenta quitarle el iPad, se dispara una rabieta que amenaza con alcanzar dimensiones apocalípticas: barbilla temblorosa, lágrimas, manitas en puños y un grito extremadamente agudo. «Lo hace con frecuencia», dice Sandy. «Parece que prefiere el iPad a cualquier otra cosa. A veces es lo único con lo que se queda tranquila», añade, mientras agita frenéticamente un unicornio de peluche rosa, en un intento de apaciguar a su hija.
Como a muchos otros padres, a Sandy le preocupa la obsesión de su hija con las pantallas. Le gustaría saber si hay actividades mejores que otras, y cuánto tiempo frente a la pantalla empieza a ser demasiado. Han pasado seis añosdesde el lanzamiento del iPad, y del subsiguiente renacimiento de los ordenadores en formato tablet. Los estudios académicos no han tenido tiempo de ponerse al día, y es difícil conocer el impacto sobre el cerebro que tiene, a largo plazo, la exposición a las tabletas y los teléfonos inteligentes.
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